Una experiencia radical y originaria en las primeras comunidades cristianas era la sensación del Espíritu como impulso de vida, de libertad y de liberación.
Aquella experiencia no era separable de la vida, martirio y resurrección de Jesús. Más que un narcótico evasivo para soportar los males de este mundo y pasar la existencia «mirando al cielo», en esas comunidades el Espíritu fue como una luz para ver con nuevos ojos el acontecimiento Jesucristo y fuerza para concretar el significado salvador del mismo en el proceso de la historia.