Los muertos no hablan: Edición Bojayá, una década (2002-2012)
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Como si fuera en este mismo instante, mi memoria evoca el momento en que escuché por primera vez lo que estaba pasando en Bellavista-Bojayá. Sí, me acuerdo que el 2 de mayo de 2002, me encontraba, hacia las tres de la tarde, en una de las acostumbradas sesiones de reflexión con los indígenas en el tambo de la OREWA, en Quibdó. De repente me interrumpió una llamada avisándome que algo grave estaba pasando en Bojayá, pero no se tenían certezas. De inmediato, me dirigí al Convento donde ya estaba reunido el equipo de la Comisión Vida, Justicia y Paz de la Diócesis de Quibdó. Todos estábamos preocupados porque no había información exacta. Para la época no había señal de celular en el Medio Atrato, sólo había una estación de telefonía rural de servicio público, así que se debía recurrir a la muy escasa telefonía satelital. Así fue. Se le había dejado un teléfono satelital a un misionero para que avisara de cualquier emergencia, dado que, desde el 21 de abril de ese mismo año los paramilitares se habían tomado las cabeceras municipales de Vigía del Fuerte y Bellavista y el ambiente estaba tenso a la espera de que en cualquier momento se produjera un enfrentamiento con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). A través de él supimos que la eventualidad se había tornado realidad, pero todo era confuso pues la comunicación la recibimos desde el otro lado del río Atrato, es decir, desde Vigía del Fuerte, lugar a donde estaban llegando en botes los rostros aterrorizados de quienes empezaban a desplazarse desde el poblado de Bellavista pidiendo ayuda. Mi memoria se fracciona, se vuelve a encadenar, va y viene para traer a mi mente aquella escena dantesca que observamos los integrantes de la primera comisión humanitaria que pudimos salir de Quibdó hacia el sitio de los hechos, dos días después del combate del 2 de mayo… llegamos en medio de combates que seguían en los alrededores de Bellavista, vimos esa capilla destrozada y los pedazos de carne humana revestidos de sangre y sin figura posible, todo un “amasijo” de pedazos de ladrillos, madera y seres humanos destrozados, en ese altar donde cayó la bomba, a través de una pipeta de gas… esa que impactó porque el deseo de las FARC por salir victoriosa en el combate no se detuvo por un instante a escuchar a quienes desde el barrio Pueblo Nuevo. Los vecinos les suplicaban que no lanzara esas pipetas, con objetivo impreciso e incontrolable, pues podrían caer en el templo católico y no a unos metros más allá, donde estaban los paramilitares, quienes se resguardaban justo tras la iglesia, la cual la habían tomado como escudo a sabiendas de estar repleta de la gente del pueblo que se había refugiado allí en medio de los combates que habían empezado desde la noche del 1 de mayo. El resultado de la explosión fue inicialmente de 119 víctimas mortales, pero que hoy se constata que fueron 79 plenamente identificadas, entre las cuales al menos la mitad eran menores de 18 años de edad. Esa memoria es la que se quiere detener a conmemorar en estos primeros diez años de aquel “Crimen de guerra”, como lo calificó Naciones Unidas1 , que mostró al extremo la degradación del conflicto armado interno que padece aun Colombia. Por eso es oportuno que se pueda reeditar este texto, Los muertos no hablan, pues fue el primer testimonio impreso de lo ocurrido allí, más allá del hecho en sí. ¿Qué ha pasado en estos 10 años? En esta década hemos sido testigos de eventos que, articulados, constituyen un escenario de violación permanente delos derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales de la población civil.